El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

Subforo general, para hablar de todo lo relacionado con buceo que NO esté contemplado en el resto de subforos.
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tremebundo
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El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#1 Mensaje por tremebundo »

Hola gente! ¿Cómo estamos?

Con motivo de la traducción al inglés de El secreto sumergido, he escrito un cuento de buceo (en castellano) que se desarrolla treinta años después, también en la Patagonia y con muchos de los personajes de la historia original. Como los foreros me han apoyado siempre, tanto como buzo como como escritor de una novela de buceo, quiero que Forobuceo sea el primer lugar donde se publica el cuento.

Todavía tengo unos días para enviárselo al traductor, así que me encantaría que me dejaran sus comentarios. Comparado con muchos de los foreros soy novatísimo en el mundo submarino, así que seguramente alguna metida de pata me habré mandado. También se aceptan críticas de cualquier otro tipo, desde un "falta una coma" hasta un "el final me parece una porquería". Les pido honestidad brutal... creo que puedo soportarla :)

Por último, a quien le interese leer el texto en pdf, mobi (Kindle) o epub (otros ebooks), puede suscribirse a mi lista de correo en este enlace. Durante la semana lo enviaré allí en todos esos formatos.

Bueno, ahora sí los dejo con la historia. ¡Espero que la disfruten!
EL TESORO DE CAVENDISH
por Cristian Perfumo


Vi la silueta oscura recortada entre las algas a los veinte minutos de la tercera inmersión del día. Claudio debió de verla al mismo tiempo que yo, porque cuando me giré para avisarle, él ya apuntaba con su índice hacia abajo.
Descendimos rápido hacia el cuerpo, que se mecía inerte en la corriente del fondo. Estaba boca abajo y tenía puesto todo el equipo de buceo. O casi todo: se le había salido una aleta, dejando al descubierto una bota de goma que yo conocía muy bien.
Claudio y yo apoyamos nuestras rodillas en el fondo cubierto de algas, uno a cada lado del buzo inmóvil. Antes de darlo vuelta, nos miramos durante un instante sin que una sola burbuja saliera de nuestros reguladores. Fue una mirada de resignación. No nos hacía falta verle la cara para saber quién era. Llevábamos doce inmersiones buscándolo en los alrededores de donde habían encontrado anclada su lancha vacía.
Tiré de uno de sus hombros y el cuerpo de Seba giró sobre sí en cámara lenta. Tenía la máscara llena de agua, y dentro de ella los ojos abiertos miraban hacia la nada. Los labios, una de las pocas partes del cuerpo expuestas directamente al agua helada, habían sido mordisqueados por algún pez.
Claudio me señaló con el pulgar hacia arriba. Asentí. Procurando no volver a mirar la cara lívida de Sebastián, apreté el botón de su chaleco para inflarlo y comenzar el ascenso. No pasó nada. Verifiqué la conexión al regulador y la válvula de la botella. Volví a apretar el botón y, otra vez, nada. La botella con la que Sebastián yacía en el fondo de la ría estaba vacía.
Me llené los pulmones de aire y me quité el regulador. Metiéndome en la boca la tráquea del chaleco de Sebastián, soplé con fuerza mientras apretaba el botón en el extremo de aquel tubo de plástico. Con la tercera bocanada, el chaleco a medio inflar levantó el torso por encima de las algas. Una más y el cuerpo empezó a moverse lentamente hacia arriba.
Agarrándolo uno de cada brazo, Claudio y yo iniciamos el ascenso para reflotar a nuestro amigo.

***

Cuando llegué al bar del Hotel Isla Pingüino, Javier Valero me esperaba hamacando un whiskey entre las manos. Además de ser un buzo novato —había buceado alguna vez con Sebastián, con Claudio y conmigo—, Valero era el médico forense de Puerto Deseado. El único en doscientos kilómetros a la redonda.
Intercambiamos un saludo casi solemne. Luego hablamos un poco de la ola de frío que hacía una semana que no daba tregua.
—¿Qué dice la autopsia? —me animé al fin a preguntar.
Javier agregó un hielo a su whiskey antes de contestar.
—La terminé hace dos horas —dijo con su eterna voz ronca tras mirar el reloj en su teléfono—. Fue muerte por ahogamiento.
—¿Ahogamiento? No puede ser.
Con la cara detrás del vaso ancho, Javier frunció el ceño.
—Estaba buceando —agregó, como si yo no lo supiera.
—En aguas abiertas. No estaba en una cueva o en un pecio, donde pudiese perderse y no encontrar la salida. ¿Qué harías vos si te quedás sin aire a veinte metros de profundidad?
—Subo —dijo Javier apuntando con el pulgar hacia arriba.
—Yo también. Cualquiera sube. Aunque quisieras quedarte abajo para suicidarte, no podrías. Va totalmente en contra del instinto de supervivencia. Ante la desesperación, cualquiera se saca el cinturón de plomo y asciende. Aunque después te tengan que recomprimir en una cámara hiperbárica, subís, porque la alternativa es quedarte abajo y morirte.
Vi por el rabillo del ojo que el mozo se acercaba con la carta en la mano. La rechacé y le pedí un café doble. Esperé a que se alejara para volver a hablar.
—Un buzo con cientos de inmersiones como Sebastián no se queda sin aire porque sí. ¡Hasta el del chaleco respiró! Lo tenía completamente vacío.
—Quizás lo había desinflado durante la inmersión para mantenerse pegado al fondo —ofreció el forense.
—Difícil, Javier. Alguien con la experiencia de Sebastián no bucea arrastrándose por el fondo como un novato. Él tenía un control de flotabilidad impresionante. No —concluí—, la única explicación que le encuentro es que cuando ya no le quedó más aire en la botella dio las últimas bocanadas usando el del chaleco.
Javier analizó por un instante mis palabras.
—Como buzo estoy de acuerdo, Ariel. Pero como médico forense me limito examinar el cadáver y reportar lo que veo. En el caso de Sebastián, ya te dije, es muerte por ahogamiento. Unas setenta y dos horas antes de que vos lo encontraras.
—¿No puede ser que lo mataran? A lo mejor lo asfixiaron y después lo tiraron al agua.
—No, porque encontré diatomeas en la médula, los riñones y en el hígado.
No hizo falta que le preguntara qué eran las diatomeas.
—Son unas algas microscópicas que están presentes en casi todo tipo de agua. Cuando alguien se está ahogando e intenta respirar agua, los capilares de los pulmones se desgarran. Las diatomeas entran al torrente sanguíneo y terminan en varios órganos. Si lo hubieran tirado muerto, quizás se le hubieran llenado los pulmones de agua, pero no habría diatomeas.
Hubo un silencio en el que el médico hundió la mirada en el vaso vacío y se pasó la mano por la cabeza, intentando encontrarle una explicación a aquella muerte.
—A lo mejor se quedó enganchado con algo y no pudo librarse antes de que se le acabara el aire —sugirió—. Una red, por ejemplo. O las algas mismas. ¿No lo encontraste entre unos cachiyuyos?
—Sí, pero el cuerpo estaba totalmente liberado. Además, tenía el cuchillo atado a la pantorrilla. Si se hubiera enredado con algo, lo habría sacado para intentar liberarse.
—Es cierto. Además, no encontré hematomas o laceraciones que indicaran que se hubiese quedado atrapado.
—Hay algo más —dije, bajando la voz—. ¿Por qué tenía un kilo de más en el cinturón de plomo? Sebastián siempre, desde hacía años, buceaba con siete kilos de lastre. ¿Por qué ese día llevaba ocho?
Javier encogió los hombros y el mozo llegó con mi café.

***

—Es imposible que se haya quedado sin aire hasta ahogarse —le repetí al policía.
Después de dos días encerrado en mi casa dándole vueltas al asunto, estaba convencido de que lo de Sebastián no podía haber sido negligencia suya.
—Tiene que haber habido alguien ahí abajo con él —agregué—. Alguien que lo sujetara, o lo atara a algo hasta que se le terminara el aire. Y después lo liberara, para que todo pareciera un accidente.
—Hábleme del tesoro de Cavendish —dijo el oficial.
La pregunta me dejó paralizado.
—¿A qué viene eso ahora? Le estoy diciendo que a Sebastián lo asesinaron.
El policía se inclinó sobre mí, apoyando despacio la mano en la mesa metálica que nos separaba. El sonido de su alianza de casamiento chocando con el acero inoxidable pareció amplificarse en la sala vacía donde me interrogaba.
—Soy yo el que pregunta. Hábleme de ese tesoro.
—Hay… hay un rumor en el pueblo —titubeé—. Siempre lo hubo en realidad, de que Cavendish cuando paró en Puerto Deseado en 1586 enterró un lote de oro y joyas que le había capturado a un galeón español en la desembocadura del Río de la Plata.
—Piratas y tesoros. Me gusta.
—Cavendish era corsario, no pirata.
El policía me miró sin pestañear.
—Y usted junto con Sebastián Ramírez buscaban ese tesoro hacía meses, ¿no es así?
Negué.
—Nosotros nunca buscamos ese tesoro. Aunque hubiéramos querido, no habríamos sabido siquiera por dónde empezar.
—En el club náutico me dijeron otra cosa —se apresuró a contestar el policía—. Más de uno afirma haberlos oído hablar de ese tesoro y otros me aseguraron que de vez en cuando Ramírez y usted buceaban para buscarlo.
Me tiré hacia atrás en la silla y negué con la cabeza. No era el momento ni el lugar, pero recordar nuestras conversaciones sobre el botín de Cavendish hizo que en mi cara aflorara una sonrisa nostálgica.
—Eso era una broma que hacíamos. Un día en el bar del club alguien mencionó la historia de ese tesoro y yo dije que tenía pruebas de que existía. Seba me siguió la corriente y agregó que lo estábamos buscando. A partir de ese día, cada vez que volvíamos de bucear y nos tomábamos una cerveza en el bar del club le contábamos la historia del tesoro de Cavendish a quien quisiera escucharnos.
—¿Cuándo empezó todo esto?
—Hace seis meses, más o menos. Decíamos que habíamos buceado en tal o cual lugar, que coincidía con las descripciones de los documentos que teníamos, pero que por lo pronto no había habido suerte.
—O sea que nunca hubo un tesoro de Cavendish.
—No lo sé, pero si lo hay, lo más probable es que esté enterrado en tierra firme. ¿Qué sentido tenía tirarlo al mar, si en aquella época no podían bucear para recuperarlo?
El policía se acarició la alianza con el pulgar mientras consideraba mi respuesta.
—¿Qué ganaban Sebastián Ramírez y usted inventándose algo así?
—Divertirnos un rato, nada más. Ver hasta dónde llegaba la máquina de los rumores del pueblo. Habíamos creado un mito casi por accidente y ahora queríamos inflarlo para ver cuánto aguantaba sin explotar. Conociendo a Sebastián, no iba a parar hasta ver gente buceando en busca del tesoro.
—Parece que lo logró —dijo el policía.
Del bolsillo de la camisa sacó un teléfono y lo puso sobre la mesa metálica.
—¿Qué quiere decir?
—Escuche —dijo, y tocó la pantalla un par de veces hasta que del aparato salió su propia voz.

***

—Cuénteme cómo murió Sebastián Ramírez.
—Fue sin intención, se lo juro. De la rabia, no reparé en que estábamos sobre una roca cubierta de algas húmedas. En cualquier otro lugar, no se habría resbalado.
Me quedé petrificado al escuchar aquella respuesta en la inconfundible voz ronca de Javier, el médico forense.
—¿Y usted qué hizo cuando Ramírez cayó, doctor Valero?
—Intenté reanimarlo, se lo juro. Pensé al golpearse la cabeza había quedado inconsciente. Empecé a practicarle asistencia cardiorrespiratoria de inmediato, pero no sirvió de nada.
—¿Dónde estaban?
—Frente a la Cueva de los Leones. En unas de las rocas que quedan descubiertas con marea baja.
La grabación se quedó en silencio durante un instante.
—¿Y lo empujó para que le dijera dónde estaba el botín de Cavendish? —preguntó el policía.
—No, al contrario. Le conté que había oído a él y a Ariel Ortiz hablar del tesoro en el club náutico y que me había entusiasmado tanto con la idea que llevaba seis meses leyendo sobre Cavendish. Incluso había señalado en un mapa de la ría los lugares donde podía estar hundido. Le dije que me gustaría participar en la búsqueda.
—Y él no aceptó.
—No. Bueno, ni siquiera eso. Ya le dije, fue un accidente. Sebastián empezó a reirse a carcajadas y me dijo que era imposible que Cavendish hubiera tirado su tesoro al agua en vez de enterrarlo. Pero yo no le creí. Llevaba tanto tiempo leyendo sobre el corsario que ya me había convencido de que tenía que ser verdad. Después de todo, es el mismo corsario que capturó al Galeón de Manila Santa Ana y se llevó veinte toneladas de plata un año después de pasar por Puerto Deseado.
—Un año después —repitió el policía con cierto sarcasmo.
—Le insistí —continuó Javier Valero—, pero Sebastián sostuvo que no sabía nada de ningún tesoro. No le creí, ¿pero qué más podía hacer? Decidí pegar la vuelta e irme. Me estaba subiendo a mi lancha cuando le oí decir que le parecía ridículo que yo me creyera una estupidez así. Que se lo traguen los borrachines del bar del club sí, pero ¿un tipo instruido como vos?, me dijo.
El médico aspiró ruidosamente por la nariz antes de continuar.
—No pretendo justificarme, pero le aseguro que un impulso que no pude controlar. Reaccioné mal, como un chico del que se ríen en el patio de la escuela.
—¿Qué hizo usted exactamente?
—Caminé hacia él y lo empujé. Le juro que no tuve la menor intención de…
Javier Valero dejó la frase a medias.
—¿Ramírez estaba a punto de saltar al agua para comenzar una inmersión cuando usted lo agredió?
—No, acababa de llegar con su lancha, y yo llegué atrás con la mía.
—¿Qué embarcación tiene usted, Valero?
—Una Zodiac de color azul. Motor Yamaha de ocho caballos.
—Y con ella había estado siguiendo a Ramírez.
—Sí, pero no tenía intención de hacerle nada. Me bajé a hablarle porque esa roca coincidía con uno de los puntos que yo había señalado en mi mapa.
—O sea que usted le puso el equipo de buceo y lo tiró al agua para que pareciera un accidente.
—¡Es que fue un accidente!
Después de pegar aquel grito el forense se mantuvo en silencio durante varios segundos. En la grabación sólo se oía un zumbido agudo.
—Cuando me di cuenta de que estaba muerto, me desesperé. Le vacié todo el aire de la botella para que cerrara más con la teoría de que se había ahogado. Sabía que tarde o temprano alguien iba a hallar el cuerpo.
—Pero eso no le preocupaba demasiado, supongo. Siendo el único médico forense en todo el pueblo, sería usted quien hiciera la autopsia y tuviera la última palabra en cuanto a la causa de la muerte.
—¿Cómo supieron que fui yo?
En la grabación se oyó sonido de papel, y el policía se aclaró la voz.
—Dada la presencia de diatomeas en médula ósea, hígado y ambos riñones, se concluye que el fallecimiento de Sebastián Ramírez se ha producido por ahogamiento —leyó.
Hubo un silencio de varios segundos.
—Ambos riñones —repitió el policía—. ¿Sabe que al otro día de que usted firmara este informe vino a verme la hermana de Sebastián Ramírez? Como muchos de quienes acaban de perder a un ser querido, estaba muy nerviosa. Fuera de quicio, le diría.
El policía hizo una pausa. Pude oírlo tragar un líquido y largar el aliento, satisfecho.
—Entró a la comisaría hecha una furia, pidiendo a los gritos hablar con el oficial a cargo de la investigación. Ése vengo a ser yo. Como suele ser en estos casos, se quejó de la falta de profesionalidad de Dios y de María Santísima. De la mía, de la del juez y sobre todo de la suya, Valero. Dijo que éramos todos unos ineptos, empezando por un forense que ni siquiera se dió cuenta de que su hermano tenía un solo riñón.
Oí cómo la respiración ruidosa del médico se aceleraba.
—Tuvo mucha mala suerte, doctor. Según míster Google, sólo una de cada setecientas cincuenta personas nace con esta malformación.
Javier Valero soltó un quejido ronco, a medio camino entre llanto y gruñido.
—Cálmese que todavía falta. Porque si hubiera sido sólo ese detalle, quizás habría pasado como un descuido por su parte. Después de todo, imagino que un médico está predispuesto a encontrarse con dos riñones ahí adentro.
—Fue un accidente, ya le dije.
—Un accidente que usted no habría confesado si no lo íbamos a buscar. En fin, resulta que ayer tuvimos otra visita en la comisaría. Adrián Cafa, seguro que lo conoce del club náutico. Suele salir a pescar en La Golosa, un botecito de madera viejo que heredó de su tío.
—Lo conozco —murmuró Valero.
—Dice que cuando vio la noticia de la muerte en El Orden, recordó que hacía un poco más de una semana vio dos lanchas ancladas cerca de unas rocas frente a la Cueva de los Leones. Una era la de Ramírez, de color rojo. La otra era una Zodiac azul. En el club náutico me dijeron que hay una sola en todo el pueblo.
—Se me fue de las manos. Le juro que nunca quise hacerle daño.
—No se preocupe, que la ley contempla estas cosas. Perpetua seguro que no le dan. En quince o veinte años está buceando de nuevo, doc. Autopsias no creo que vuelva a hacer, pero a lo mejor tiene suerte y encuentra algún tesoro.
Última edición por tremebundo el 22/Jul/2015, 09:30, editado 1 vez en total.
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eduardograndio
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#2 Mensaje por eduardograndio »

Gracias por el buen rato....

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PEP FILLAT
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#3 Mensaje por PEP FILLAT »

Gracias :ok2: :ok2:
muy entretenido

msf
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#4 Mensaje por msf »

Hay rumores que matan :ok1:

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Nachingo
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#5 Mensaje por Nachingo »

Me ha gustado mucho. Enhorabuena... :ok1: :ok1:

tritonBCN
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#6 Mensaje por tritonBCN »

Bravo!
Enhorabuena por el relato! :ok2:

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OlgaJurel
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#7 Mensaje por OlgaJurel »

Me ha gustado mucho. Muchas gracias por compartirlo
Apuntate unas :chin: :chin:
Desde Fuenlabrada besos y buen azul
Olypus tough tg5

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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#8 Mensaje por WebDiveModerador »

Darte las gracias por el detallazo en nombre de todo Forobuceo y suerte.

Wdm´s :ok1:

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tremebundo
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#9 Mensaje por tremebundo »

¡Hola a todos! Para aquellos que prefieran leer en el Kindle, les dejo el enlace para descargarlo de Amazon (gratis).

http://www.amazon.es/El-tesoro-Cavendis ... B012W834C8

¡Abrazo y gracias!
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Trastolillo
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#10 Mensaje por Trastolillo »

Totalmente recomendable, al igual que su otro libro, "Donde enterré a Fabiana Orquera" :plas: :plas:
"Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar"
Khalil Gibran

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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#11 Mensaje por dmartincastro »

Para cuando la tercera parte? Y gracias por compartirlo.
David Martin
Instructor PADI (IDC-SI) de buceo técnico de profundidad
blog (inglés y español): http://improveyourdiving.com
Ultimo post (23/02/18): Redundancia en buceo recreativo

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tremebundo
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#12 Mensaje por tremebundo »

dmartincastro escribió:Para cuando la tercera parte? Y gracias por compartirlo.
En este momento estoy escribiendo la cuarta novela, pero esta también es de secano :( Una vez publicada esta, creo que se vendrá la parte de "Dónde enterré a Fabiana Orquera", que también tiene más tierra que agua (por cierto, gracias por tus palabras tan bonitas, Trastolillo).

En fin a la segunda parte de "El secreto sumergido" creo que todavía le tocará esperar un poquillo, pero es algo que tarde o temprano haré, porque hay cosas de la historia que quiero seguir explorando.

Abrazo enorme para todos!
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#13 Mensaje por Masmadera »

Muchas gracias Tremebundo , te deja con ganas de más ...lo siento pero no te puedo poner ningún pero. :ok1:

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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#14 Mensaje por tremebundo »

Masmadera escribió:Muchas gracias Tremebundo , te deja con ganas de más ...lo siento pero no te puedo poner ningún pero. :ok1:
Muchisisísimas gracias! Me alegra un montonazo que te haya gustado.

Abrazo de gol :)
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fjfhriudoms
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#15 Mensaje por fjfhriudoms »

Pues aquí otro que le ha gustado mucho, y mirando a ver donde compro el libro EL SECRETO SUMERGIDO que con la foto del Dragonera en portada ya me ha picado mucho la curiosidad

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alapues
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#16 Mensaje por alapues »

Muchas gracias, Tremebundo, me ha gustado mucho!
Ah, y yo también espero ansioso la continuación de "El secreto sumergido"

:chin: :chin: :chin: :chin:
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tremebundo
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Re: El tesoro de Cavendish (cuento de buceo)

#17 Mensaje por tremebundo »

fjfhriudoms escribió:Pues aquí otro que le ha gustado mucho, y mirando a ver donde compro el libro EL SECRETO SUMERGIDO que con la foto del Dragonera en portada ya me ha picado mucho la curiosidad
Le alegro un montonazo que te haya gustado!

El libro lo puedes comprar en Amazon y te lo envían a tu casa. Aquí te dejo el enlace:

https://www.amazon.es/El-secreto-sumerg ... B004VS7LMC

Por cierto, todavía le debo los ejemplares que corresponden a Sergi, el autor de la foto. Es que iba a estar por Barcelona en septiembre y hubo un cambio de planes. Seguramente en noviembre se los daré :)

Abrazo!
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