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Hay seres de luz, rarísimos especímenes humanos con el don de impregnar de optimismo e ilusión las vidas de aquellos afortunados que se cruzan con las suyas y, por aquello del yin y el yang, en el otro lado, malvive la legión de seres oscuros, dedicados, la mayor parte de su tiempo, a ver programas de televisión donde se tienden públicamente los trapos sucios ajenos y a provocar en el prójimo desde el pesar más liviano hasta el dolor más punzante con tal de no mirarse en el espejo y comprobar lo vacío de su existencia.
Murphy, con su inexorable y pesimista ley, vendría a ser el excelente representante imaginario de los segundos como destacado exponente del pesimismo vital… y, antes de iniciar esta aventura, no dudó en apuñalarme en mi lugar más vulnerable, en aquel donde se equilibra mi existencia… mi media naranja…
Tan solo dos insignificantes días antes de partir hacia Jardines de la Reina y tras haber salvado las seis olas precedentes sin problemas, llegó, en un control rutinario, la devastadora noticia del positivo en el test de COVID-19 de mi Pepito Grillo personal (PGp)…
Cuando me llamó para comunicarme la noticia no hizo ninguna falta que me la verbalizara porque su nervioso tono de voz me la anticipó…
– Te tengo que dar una mala noticia…
– ¡Que has dado positivo en COVID!
– Si…
Y, en ese preciso instante, el cielo se desplomó sobre mi cabeza.
¡Alea iacta est…! No viajaremos juntos a Cuba tras casi dos años de larga espera y minuciosos preparativos…
Desganado trayecto en tren con el ánimo en los pies, día agridulce y solitario tapeando por Madrid, taxi nocturno a Barajas, despegue madrugador hacia París y salto final hacia La Habana ahora acompañado por otros dos hombres rana y excelentes compañeros de pasadas aventuras: el rey de la espuela y el caballero negro tiburonero que sustituirá a mi PGp como sólido compañero bajo el agua…
Las horas en el interior del avión comienzan a pesarme como nunca por el espíritu arrasado hasta que, a través de la ventanilla, comienzo a distinguir los luminosos tonos azules del mar Caribe tamizados por un rebaño de pequeñas nubes y, un poco después, la capital de Cuba que, esa misma tarde, pasearemos cansinamente.


El sol ya despertó y brilla con una fuerza que me invita a cambiar el chip de la pesadumbre y a cargarme de energía con el buen desayuno reparador servido nuestro modesto y acogedor Hotel donde se nos han unido dos buzos más para sumar los dedos de una mano.
Poco después llegará a la puerta nuestro flamante descapotable Buick… tan solo una muestra más de innumerables joyas automovilísticas que ruedan por este país, anclado en el tiempo, y que sirven de sustento a la precaria economía de muchas familias.
Con él disfrutaremos de un par de horas, amenizadas por las instructivas explicaciones de nuestro simpático guía, mientras vamos recorriendo la solitaria capital de Cuba, visitando el enorme parque, que extiende su manto verde dentro de ella, y donde nos iremos despertando con unos mojitos mañaneros para disfrutar con más alegría de los monumentos, las fortalezas y del decadente esplendor arquitectónico.
Es cierto que la Habana tiene un sabor muy peculiar, pero me entristece comprobar que nada ha cambiado en treinta años y que su hermosura continúa languideciendo ante la total dejadez de las autoridades y la pública indignación de sus ciudadanos con el cinturón cada vez más apretado…




Estamos en marzo y, conforme se va desperezando la mañana, el calor comienza a apretar de lo lindo, no quiero ni pensar lo que será agosto. El cuerpo ya pide refrigeración interna a gritos, así que, decidimos seguir el ejemplo del insigne escritor y reconocido empinador de codo, Ernest Hemingway, que en el siglo pasado acuñara la famosa frase de… My Mojito in La Bodeguita, My Daiquiri in la Floridita, y le pedimos al taxista que nos deje en el primero de ellos para degustar el zumo de limón, animado con agua con gas y potenciado con hierbabuena, ron y azúcar.
Nada más entrar, nos envuelven los pegadizos sones cubanos del increíble grupo que anima el reducido espacio de la barra de este icónico establecimiento y que suenan como si estuviesen en un estudio de grabación.



Unos mojitos después, bastante más contentos, caminamos hacia el cercano restaurante para reunir el equipo de diez buzos y dar buena cuenta de la rica comida local hasta que, muchas risas después, terminamos por completar el recorrido propuesto por el premio Nobel visitando la Floridita donde nos pusimos al día levantando granizados daiquiris y algún que otro cóctel más… de cuyo nombre no quiero acordarme…
A la mañana siguiente partimos temprano hacia Puerto Júcaro… un largo desplazamiento en autobús de 6 interminables horas, y pico, hasta alcanzar el diminuto puerto donde nos comunican que nuestro barco, Jardines Avalon III, está siendo reparado y que viajaremos en su hermano mayor, Jardines Avalon IV, de similar categoría y que se encuentra atracado junto a él.
Allí, somos inmediatamente recibidos con amabilidad exquisita, sin prisas, sin deberes que requieran ser atendidos sobre la marcha… y, de inmediato, comprobamos, con gran satisfacción, que la que será nuestra casa durante la próxima semana cumple con creces nuestras mayores expectativas.




El barco no tardará en zarpar en un día radiante que transmite excelentes augurios e iniciamos la plácida navegación, de unas cinco horas, durante la que me satisface comprobar que apenas se mueve gracias a un sistema de estabilización sobresaliente con el que salvamos sin darnos cuenta la distancia que separa Puerto Júcaro de los aislados Jardines de la Reina.
Ya en la cena, como suele ser costumbre, asistiremos a la presentación de los componentes de la numerosa, simpática y dedicada tripulación y daremos buena cuenta de las primeras langostas, que degustaríamos prácticamente a diario, al tiempo que comenzamos a asimilar el peculiar sistema de este barco que aúna buzos con pescadores deportivos – de los que liberan sus capturas sin darles muerte – y que en, ningún momento, obstaculizarían el desarrollo de nuestra actividad gracias a la impecable organización de los responsables del crucero y al trato, siempre cordial, que mantuvimos con los maestros de la caña que aprovechaban al máximo las horas de luz entretenidos en sus cosas…
Al amanecer y tras un copioso desayuno, que en este barco curiosamente se toma nada más levantarte, decimos adiós a la pegajosa gravedad para sumirnos en el silencio e iniciamos el contacto visual con los corales y los habitantes del arrecife.





Tras un par de buceos de contacto llega la tarde de aclimatización y jacuzzi, de los dos que tiene este barco, y de cervezas y bebidas espirituosas de hermanamiento durante la que aprovecho la ocasión para pedirle a nuestros guías dos deseos: intentar localizar al tiburón martillo gigante, aquí llamado cornuda, y, sobre todo, que eleven, bastante más, el listón de la presencia tiburonera cargando la caja de cebo a conciencia…

Dicho y hecho… A la mañana siguiente el panorama cambia drásticamente y se abre el telón de la auténtica función que atesoran estas cálidas aguas. Los caribeños de arrecife comienzan a merodear y, poco a poco, se van congregando en gran número mientras percibo con claridad que están bastante acostumbrados a la presencia humana. ¡Buena señal!
No vacilan en aproximarse sin miedo acudiendo de inmediato a la llamada del oloroso reclamo que contiene la pequeña caja agujereada sabedores, como más tarde comprobaremos, que los guías terminarán por abrirla dejándoles al alcance su delicioso contenido.
Todo va bien, ha llegado el momento más esperado durante tanto tiempo… es la hora de desenfundar los revólveres, entro en frenesí y comienzo a disparar mis flashes a discreción…







Tras la intensa sesión, los guías deciden abrirles la caja de cebo y llega el festín. Los escualos elevan de forma notable su nivel de excitación y sus reacciones se vuelven más repentinas y erráticas por lo que opto por jugar la baza de la prudencia y no me acerco demasiado hasta ver como responden como el hombre rana precavido que, a veces, solo a veces, soy… En un par de minutos ya no queda ni una raspa y comienzan a dispersarse, pero, cuando creemos que todo ha terminado, aún nos aguarda algo más, una agradabilísima sorpresa final…
Al iniciar el ascenso comprobamos que el fondo del barco se encuentra plagado de tiburones. Desde la popa de la embarcación están lanzando más carnaza y se agolpan nerviosos junto a las escaleras de subida…
– ¿No querías chocolate…? Pues toma dos o veinte tazas…


Cerca de la lámina de agua de la superficie la visibilidad es bastante mejor y los rayos de sol comienzan a pintar la piel de estos bellísimos depredadores con diversas tonalidades.




Es el primer día de tráfico intenso. Para algunos buzos, también es la primera vez que van a circular en él y es lógico que se muestren recelosos a la hora de alcanzar la escalera para afrontar el delicado momento de despojarse de sus aletas y subir con tantas dentaduras desplazándose por su perímetro. Y no les falta razón porque la presencia de la comida los ha excitado y los ha vuelto más irrespetuosos y descarados a la hora de guardar las distancias, aunque intuyo que aun están lejos de entrar en el indeseado frenesí.
Aparentemente, todo está bajo un frágil límite de control… y lo que, en principio, no es demasiado bueno para muchos, haciéndoles mantener una distancia respetable, si que lo es para mí porque para obtener buenas fotos, con el ultra gran angular que monto bajo la cúpula de la carcasa, la única forma posible de lograrlo es teniendo pocos buzos cerca y, sobre todo y esencial, arrimándome lo máximo posible como los toreros… es lo que tiene ser fotosub tiburonero… y me coloco en solitario en la banda del barco opuesta a la del resto del grupo para comenzar a ametrallarlos, con mis fogonazos, sin misericordia…



Ningún buzo parece decidirse a subir a la barca, pero los hombres rana, aunque somos terráqueos evolucionados a pseudoanfibios, a día de hoy, aun necesitamos respirar y nuestra reserva de aire es tan limitada como la arena de un reloj… no les va a quedar más remedio que hacerlo por alguna de las dos escaleras rodeados de inquietantes aletas…
Comienzan los ascensos y ambos guías se colocan junto a las escaleras vigilantes para evitar algún mordisco indeseado y, en más de una ocasión, se ven obligados a apartar a algún escualo que hace el tímido intento de catar el neopreno de las botas de los buzos.

Llega mi turno… nada más agarrar la escalera un ejemplar se me ha echado, literalmente, encima y me veo obligado a apartarlo de mi codo con un sutil golpe de flash en el morro. Tras el leve toque de atención, me mira extrañado, sin comprender ese conato de agresión, cuando él tan solo estaba curioseando, y opta por marcharse, momento que aprovecho para subir a la embarcación con la respiración agitada por el esfuerzo de haber lanzado un número exagerado de fotos desde las posiciones más insospechadas y, alguna de ellas, cercanas al contorsionismo circense.

Este soberbio escenario se volvería cotidiano y, predominantemente, con buena visibilidad aun cuando, puntualmente, esta se pudiera ver perjudicada por la corriente desfavorable o la climatología cobrando un tono blanquecino. Serán centenares de caribeños de arrecife con los que nadaremos en los días venideros junto con numerosos sedosos y algún que otro gris y nodriza, estos últimos bastante más escasos.
Pero no todo es tiburón por estos lares e incluso un miembro de nuestro equipo se muestra especialmente entregado a la búsqueda de nudibranquios, para no perder, del todo, su costumbre de visitarlos en aguas granadinas, llegando a localizar y capturar en su tarjeta de memoria ejemplares realmente curiosos.
Así, iremos alternando las inmersiones con cebo tiburonero y las de exploración de un arrecife donde, para ser honestos, la vida no se muestra demasiado generosa en número ni en tamaño si se tiene en cuenta que los fondos están cubiertos de abundantísimos corales que, sin que puedan ser calificados de espectaculares, si que suponen una gran riqueza natural que no se corresponde con la cantidad de fauna presente y, más aun, si se tiene en cuenta el factor de que estamos en un parque natural protegido.
Analizando lo anterior, no es descabellado intuir que todo esto pudiera encontrar su explicación, más lógica y sencilla, en la existencia de una sobrepesca incontrolada en los alrededores que impidiera al arrecife desarrollar su auténtico potencial.

A pesar de todo, no sería honesto si omitiera puntualizar que mi vara de medir quizás sea excesivamente severa y resultaría, francamente, injusto transmitir una incierta sensación de pobreza de los arrecifes de Jardines de la Reina por cuanto en ellos se podrán encontrar suelos repletos de nacaradas y enormes caracolas además de una considerable variedad de peces tropicales, entre ellos, pequeños bancos de peces loro, peces angel grises, franceses y reina junto a grandes barracudas, rayas águila moteadas y los robustos y plateados sábalos muy codiciados por los escualos de los que buscan ocultarse, en el interior de oscuras grietas y cuevas, intentando evitar que el intenso brillo de sus escamas los delate.







Por si lo anterior, no resultase suficiente también podréis encontraros, mejor no, con una asustadiza y maleducada rémora que no dudó en hacer sus necesidades, sin pudor alguno, frente a mi persona…

Llega la inmersión nocturna y con ella la presencia de algunos crustáceos, tímidas rayas, amistosos peces perro y una pareja de cigarras reales totalmente entregadas a su amor hasta el punto de ignorarme, absolutamente, a pesar de mi inoportuna irrupción en pleno acto íntimo…



La llegada de los peces león a los ecosistemas de los arrecifes caribeños ha supuesto un tremendo problema por ser una especie invasora proveniente del océano Indo-Pacífico. Es importante destacar que no fue por decisión propia, dado que les pilla muy lejos, sino, como de costumbre, se debió a la imprudente colaboración de algunos descerebrados miembros de la raza humana que, ayudados por su ignorancia y su estupidez, los introdujeron donde no debían.
El ecosistema caribeño no estaba preparado para acogerlos porque, a diferencia de lo que ocurre en su territorio de origen donde conviven una docena de especies caníbales que se controlan mutuamente entre ellas, en este mar ese equilibrio no se produce al no darse tal rivalidad ni tener depredadores naturales a su llegada.
Por si esta circunstancia no fuera suficientemente negativa, su alarmante capacidad reproductiva agrava notablemente la situación dado que una sola de sus hembras puede llegar a poner hasta dos millones de huevos al año e incrementar su población a un ritmo absolutamente insostenible para la supervivencia de otras especies más débiles.
Por esta razón uno de nuestros guías siempre portaba un largo palo amarillo acabado en tres afiladas puntas con el que atravesaba, sin ningún tipo de miramientos ni piedad, a cualquier ejemplar que divisara o localizara, generalmente oculto entre las oquedades, llegando incluso a ensartar a varios en el extremo de su punzante arma.



Siendo fríos y cerebrales quizás debamos reconocer que se trata de un mal necesario porque, como ya apuntará el vulcano Spock… «El bienestar de la mayoría supera al bienestar de la minoría. O de uno solo». Para que otros muchos puedan vivir en el arrecife esta bella especie debe ser puesta bajo control, pero no puedo dejar de reconocer que cada pinchazo mortal que recibían me provocaba un agudo pellizco de tristeza en el corazón.
Y aquí, precisamente, es donde los difamados tiburones vuelven a mostrarse, una vez más, como los más eficaces equilibradores de mares y océanos, un trabajo que llevan desarrollando, de modo impecable, desde hace más de 400 millones de años, puesto que, en esta anómala situación, pueden llegar a constituirse en un valioso remedio paliativo. Para ello, se les está acostumbrando a incluir a estos punzantes peces en su dieta diaria, de hecho, en cuanto un ejemplar era capturado los escualos no tardaban en aparecer dando buena cuenta de ellos en un santiamén.
Pronto observé que, en tan breve lance, era fácilmente apreciable el incremento alarmante de la excitación de los depredadores de forma repentina y violenta tras percibir, gracias a su sentido de la electrorrecepción, la presencia del pez en problemas al que, a diferencia de los inertes restos del cebo, si que identificaban como una situación en la que era imperativo acudir, con prontitud, para evitar que se les pudiera escapar el alimento, aun vivo, o que fuera cobrado antes por otro tiburón.
Al acudir al encuentro evidenciaban una conducta realmente errática con nerviosas aceleraciones y arqueos del cuerpo que, a todas luces, aconsejaban guardar una distancia prudencial y elevar el nivel de alerta para prevenir un accidente indeseado y motivado por tan antinatural práctica…

Dejando a un lado la siempre delicada cuestión de la interacción con los tiburones, ciertamente, las inmersiones en Jardines de la Reina son realmente asequibles para buzos de cualquier nivel por la bonanza habitual del clima, la cálida temperatura del agua, la poca profundidad y la escasa presencia de corrientes problemáticas que pudieran llegar a situarlos en apuros.
Así, los buceos en el arrecife se suceden tranquilos y me es grato atender la petición del caballero negro tiburonero que, por señas, solicita ser inmortalizado en una pose en la que aparezca portando con orgullo la bandera que acostumbra a pasear por todos aquellos mares que visita.

También habrá tiempo para que uno de los guías se entretenga intentando, infructuosamente, provocar en un tiburón la inmovilidad tónica que se logra agarrándolos por el morro y la aleta dorsal y girándolos hasta colocarlos en posición invertida, esto es, con el vientre mirando hacia la superficie. Así, el animal quedará sumido en un estado de parálisis provisional hasta que vuelva a ser recolocado a su posición habitual y salga del trance.
Una práctica que sin resultar lesiva – si es correctamente practicada – no debería llevarse a cabo por mera diversión tanto por el riesgo que implica para el que la realiza como por el hecho de que su auténtica utilidad se evidencia en otros menesteres, verdaderamente provechosos, tales como el de poder administrarles medicamentos, curar sus heridas o extraerles anzuelos clavados en su cuerpo.

La presencia de pequeños meros se hace tan habitual que apenas les prestamos cuenta hasta que llega el día en el que nos llevan a la inmersión, conocida por La Puntita, con un objetivo marcado en el centro de la diana, visitar a su oronda majestad el rey de todos los meros del sistema arrecifal.
Tras un breve descenso no tardamos en avistarlo, se trata de un tremendo ejemplar que, muy lejos de salir huyendo, se muestra encantado de recibirnos. Permanece atento como un búho a nuestro guía y a su certera y letal arma de tres puntas de la que no espera recibir daño alguno, pero de la que si aguarda recibir un obsequio de cortesía al que parece estar bastante acostumbrado…


Una pequeña langosta se encuentra agazapada en los bajos de una estructura de coral moviendo felizmente sus antenas cobijada en su refugio, pero su tiempo vital se va a acabar y termina por ser pinchada en el extremo del aniquilador palo del guía para, acto seguido, ser entregada como ofrenda al hambriento mero Goliat que la devorará entera como si de un insignificante aceituna se tratara… segundos después, la presencia del difunto crustáceo se hará evidente, en un costado de la panza del glotón gigante, en forma de bulto protuberante.
En mi particular opinión una turistada innecesaria y una intromisión muy desafortunada en el devenir de la vida natural del arrecife.

Pero los deberes aun no estaban hechos del todo… restaba uno de los platos más fuertes, de los que llevan mucha salsa picante y que hacen que la mayoría se eche para atrás, al menos, para tomarlo como entrante…
En efecto, nos restaba la visita obligada a los dentudos señores del manglar. De camino hacía su guarida, hacemos una breve escala en una pequeña playa para tomar un aperitivo y, de paso, saludar a las pequeñas iguanas que nos esperaban en la orilla junto a una jutía o rata gordita del manglar que, a pesar de su aparente aspecto de no haber roto nunca un plato, lo cierto fue que, ni corta ni perezosa, no dudó en darle un buen mordisco en el dedo a nuestro valeroso caballero negro tiburonero quien, a pesar de ser un acérrimo defensor del mundo animal, convive con dos singulares poderes conocidos: uno tan positivo como el de atraer el sol en los viajes y otro, bastante menos provechoso, como el de ser atacado por la fauna local de las diversas áreas del planeta.


Tras el incidente gore, entre roedor y hombre rana, zarpamos a la búsqueda de los inquietantes reptiles acorazados y, escasos minutos después, anclamos en un pequeño canal, de aguas tranquilas, donde los guías no tardan en comenzar a dar grandes voces… a las que todo el grupo, entre acongojado y con ganas de juerga, se suma de inmediato…
– ¡NIÑO! ¡NIÑO…! ¡VEN! ¡VEN! ¡VEN…!
Al tiempo que lanzan al agua repetidamente un muslo de pollo atado al extremo de una cuerda, pero… o bien el pollo no estaba lo suficientemente macerado al gusto reptiliano o bien el niño se encontraba en aquel momento dentro de su horario escolar cocodrilero e hizo caso omiso a nuestra llamada…
Lejos de hacernos desistir regresaríamos al lugar en una segunda ocasión. Llegados al punto de contacto, observamos que el barco del otro grupo ya está allí anclado y que uno de los buzos se encuentra en el agua portando su gran cámara reflex y disparando al impávido reptil en una zona de escasa profundidad.
Con sus desplazamientos ha removido con las aletas todo el cieno del fondo provocando que el agua se enturbie y, con ello, que meterse en ella para visitar al dentudo animal se vuelva una maniobra bastante más delicada de lo que esperaba, pero… un fotosub tiburonero no puede arredrarse a las primeras de cambio y me deslizo por la borda en unión de otros dos amigos para intentar capturarlo de cerca.
Si desde arriba se veía grandecito, bajo el agua, con el efecto de aumento, me impresiona descubrir que intimida bastante más y, sobre todo, cuando abre sus fauces mostrando unas más que amenazantes hileras de puntiagudos dientes que me hacen plantearme el grado de sensatez de lo que estoy haciendo y me trae a la memoria lo que le pasó al Capitán Garfio…

Desde la embarcación nos advierten que nos situemos de frente, nunca de lado, porque es por donde suelen atacar al girar con velocidad su enorme cabeza y, de hecho, antes de saltar ya nos han contado que no han sido pocos los turistas y expertos mordidos así que, pocas bromas…
Ambos guías permanecen a bordo, lo que ya me aporta una valiosa información sobre el porcentaje de riesgo que estoy corriendo, y vuelven a llamar al niño y a lanzarle el trozo de pollo para que se acerque y quitárselo en el último momento, pero es rápido, mucho, y lo atrapa al instante, con un sonoro ¡CLAP!, para engullirlo con el trozo de cuerda seccionada incluido.


Volveríamos una tercera vez, ahora en solitario, para encontrarnos con un ejemplar aún mayor, que superaba, con holgura, los dos metros. En esta nueva ocasión los miembros del grupo ya han perdido un poco el miedo y se lanzan en mayor número al agua.
Desde la perspectiva subacuática el animal es impresionante y pasa, parsimoniosamente, frente a mi cara mostrándome sus poderosas armas hasta dejar su tremenda cola al alcance de mi mano… no puedo evitarlo y peco tocando una de las placas óseas que, como pequeñas crestas, sobresalen de la gran cola que supone la mitad de longitud de su cuerpo.
Al hacerlo percibo la dureza y suavidad de esta parte de su coraza e imagino, por un instante, el problema que supondría que se enfadase y se diese la vuelta por lo que decido dejar de tutearme con el peligro y ceso el toqueteo…
Al regresar a la escalera descubro que me espera allí, no se muy bien para qué… y, pacientemente, aguardo a que se retire de modo amistoso y sin rencores por las confianzas que me he tomado…

Toda una experiencia de la que saco una clara conclusión: la serenidad que me produce nadar junto a los tiburones no la he percibido en ningún momento junto a este tremendo reptil de mirada inexpresiva e intenciones bastante predecibles que, en ningún momento, me han inspirado ni la más mínima sensación de confianza.
El viaje entra en su recta final y, como suele suceder en todo negocio de buceo que se precie y desee que sus clientes se marchen con la mejor impresión, llegan las inmersiones más vistosas y, ahora, alcanzaremos los puntos de buceo más decorados, en los que los escualos se deslizan sobre fondos luminosos y la vida se vuelve mucho más abundante y colorida contrastando con los omnipresentes corales ocres, ocasionalmente, salpicados por grandes esponjas tubiformes.





Y, como no podía ser de otro modo, también llegará la más trepidante entre las trepidantes… para ello, la caja de cebo se llenará al máximo buscando que los escualos den su mayor potencial e, incluso, para que uno de ellos, que parece haberse quedado bien satisfecho, termine por dedicarme agradecido la mejor de sus sonrisas que inmortalizo en su honor.



Apurado este último banquete servido sobre mantel de coral, ahora ya sé con certeza que nos van a esperar en superficie donde, seguramente, ya les estarán arrojando las sobras con generosidad y, aunque las reglas dictan que no debiera separarme del resto de buzos, cometo pecado venial y me adelanto para tomar las últimas instantáneas con el campo despejado de aletas y burbujas.

Mientras asciendo lentamente detecto bajo mis pies un anormal movimiento, veloz y repentino. Algo no va bien… un tiburón viene lanzado como un misíl persiguiendo, a escasos centímetros, la cola de un pequeño pez que, para salvar sus escamas, no ve otra que la de dirigirse directo hacia mí buscando refugio o pretendiendo dividir entre dos las posibilidades de caer en desgracia.
Y, en el tiempo que tarda un suspiro, se sitúa a la altura de mi rodilla momento preciso en el que el tiburón lanza sus mandíbulas en un fulminante ataque. Todo sucede en una fracción de segundo. No existe tiempo para pensar solo queda espacio para el instinto y no me queda más remedio que aplicar la ancestral técnica fotosub del atizamiento fulminante en el morro con la parte inferior de la pletina de mi pesada cámara. Me vibra todo el cuerpo por el impacto mientras que el animal sale rebotado para volverse de inmediato, le mantengo la mirada porque está muy excitado y, probablemente, noqueado porque le he alcanzado en uno de sus puntos más débiles. Su reacción puede resultar verdaderamente imprevisible… da una vuelta a mi alrededor y lo sigo girando sobre mi eje vertical hasta que, finalmente, decide marcharse y dar por zanjado el fortuito conflicto interespecies…
No alcanzo a ver si su presa escapó o si ya viaja en su estómago, pero compruebo, con gozo y regocijo, que tengo mis extremidades inferiores en orden. Un compañero mejicano que me seguía, un poco más profundo, ha presenciado la secuencia y en la cena me comentará que, desde su posición, pensó en un primer instante que el tiburón había llegado a morderme, pero que, al verme continuar la inmersión con normalidad, dio por hecho que no había llegado la sangre al río.
Afortunadamente, todo quedó en un involuntario accidente en el que se probó, una vez más, el extremo valor de una de las reglas más imperativas para cualquier buzo tiburonero… «Jamás bajes la guardia».
Tras la inquietante experiencia, termino de ascender y, conforme a mi pecaminoso plan inicial, me sitúo en los bajos de la barca donde ya se han ido concentrando mis hidrodinámicos modelos. Es la oportunidad final para intentar rizar el rizo y captarlos desde nuevas perspectivas que reflejen, con la mayor fidelidad posible, el privilegiado show de primera fila que me están brindando los auténticos protagonistas de este viaje y, en gran medida, de mi vida de hombre rana…





Concluido el festival es el turno de la inmersión de cierre en la que nos limitamos a derivar lentamente por el arrecife. En los minutos finales, detecto la presencia de un bellísimo pez león en el interior de un oscuro hueco. Dudo entre acercarme o no para evitar delatar su presencia, pero mi instinto fotosub es más poderoso que mi prudencia, bastante más… y, disimuladamente, me aproximo a hurtadillas. Al cuarto o quinto disparo mi mirada periférica detecta la siniestra aparición de la funesta vara amarilla… se me cae el alma al suelo. Me giro hacia el guía que está aguardando pacientemente a que termine y le hago un gesto de petición de indulto, pero… lamentablemente, o no me ve o me ignora y lanza un arponazo cuyo previsible resultado no deseo contemplar del mismo modo que, a continuación, me niego a ser testigo, una vez más, de su inminente final entre las oscuras fauces de uno de los tiburones que ya he visto que viene a por él.
Desgraciadamente, esta especie no es temerosa ni huidiza por ser consciente del tremendo poder del veneno que pueden inocular con sus espinas, pero lo que no saben es que hay otra inmensamente más peligrosa y destructiva, la más letal del planeta, que puede acabar con ellos a distancia de mil formas distintas, en un simple parpadeo, y eso les convierte en una presa extremadamente vulnerable en un entorno del que nunca desearon formar parte y en el que todos ellos, sin excepción, han sido sentenciados a muerte…
A medida que me voy alejando también voy comprobando la falsedad del dicho popular de… «ojos que no ven, corazón que no siente» porque, mientras aleteo pesaroso hacia el azul, me va inundando un amargo sentimiento de angustia y arrepentimiento por haber provocado, involuntariamente, la muerte de un inocente ser vivo al escaso precio de unas simples y prescindibles fotos…

Como inevitablemente sucede en todos los cruceros de buceo, el húmedo reino de Neptuno termina por cerrarnos sus puertas azules y regresamos al remanso del manglar, donde se encuentra amarrado nuestro fantástico barco, para comenzar a endulzar el equipo, ponerlo a secar y echar las últimas risas con la tripulación, entre cervezas, cubatas y mojitos, en el bar de la cubierta superior hasta que la luz comienza a teñir de naranja el verde del manglar y pasamos a disfrutar la magnífica cena de despedida tras la que levaremos anclas y emprenderemos la travesía de vuelta hacia Puerto Júcaro.




Ya de vuelta en nuestro hotel de La Habana, un nuevo día nos aguarda para vivir una maravillosa ruta subidos a nuestro veterano coche de alquiler que, a pesar de su bellísima carrocería, esconde en su asiento trasero algún que otro muelle de tortura…
En esta máquina, aparentemente atemporal, iremos atravesando el increíble valle de Viñales, sus plantaciones de tabaco, donde probaremos la potente canchánchara, elaborada con miel, limón y aguardiente de caña, sus cuevas, con paseo por un río subterráneo incluido, y la singular escena paisajística de sus espectaculares mogotes.




Un idílico lugar totalmente colonizado por el verdor intenso de la vegetación que contrasta con el fuerte tono rojizo de la tierra que pinta con intensidad el suelo de los senderos. Un día realmente memorable en el que, no faltó tiempo para detenernos en un paladar y gozar de una extensa variedad de la modesta pero exquisita comida cubana que nos trajo ese sabor, casi olvidado en occidente, del producto que no conoce una cámara industrial de maduración, ni el encerado ni los aromatizantes ni los conservantes químicos.




Penúltima jornada de paseo soleado callejeando por la monumental Habana y sus museos y que concluiría con una interminable tanda de mojitos, quizás demasiados… en la Bodeguita del Medio donde la espuela se alargó, como la goma del material más elástico, hasta lograr que la casa nos invitara a unos cuantos, que los músicos, que amenizaban el local, nos dejaran graznar junto a ellos por Sabina, Pablo Milanés y Nino Bravo y, como inesperado colofón, que nos agasajasen dedicándonos algunas de sus canciones favoritas que nos susurraron, en la complicidad de la cercanía, con ese íntimo tono entrañable que te encoge el corazón y que terminaría por conmover a nuestro curtido Comandante quien, a pesar de su gruesa coraza guerrera, no pudo evitar la fuga incontrolada de alguna que otra emotiva lágrima.






La aventura ya prácticamente agonizaba dando sus últimos coletazos, cierto es que sin el cum laude del mokarran, pero con un nivel tan elevado que, mientras hacía las maletas, provocaba que no parasen de llegarme alegres flashes de las maravillosas escenas vividas en tierra, bajo el agua y en el barco.
Sumido en esos agradables recuerdos, apareció la aguafiestas de la angustia para traerme esa sensación de vacío en el estómago, que acostumbra a coronar con un nudo en la garganta y que me quiso regalar evocándome la imagen de mi PGp al despedirme... y volví a presenciar su sonrisa triste y algunas lágrimas, mientras se tapaba con la puerta de nuestro dormitorio donde se había auto-confinado para no contagiarme. Desde allí, me animaba a partir mientras que sus ilusiones se quedaban, definitivamente, varadas entre cuatro paredes... Un castigo inmerecido, impuesto por el maldito e inoportuno virus que le privó de tantos buenos momentos que jamás llegaremos a compartir...
Lejos de lanzar estériles reproches al inexistente Murphy o al destino, preferí aceptar con humildad la cruel lección de vida… de las que penetran hasta lo más profundo para quedarse siempre allí y que solo pueden asimilarse levantándose con la cabeza alta, tras haber besado el suelo con violencia, y dispuestos a reflexionar…
El camino no puede discurrir siempre del modo utópico que, quizás, desearíamos… para que lo bueno pueda adquirir su auténtico valor precisa coexistir y contrastarse con su contrario. Adoptar una actitud fatalista en la vida, bajando los brazos ante la adversidad, tan solo nos convierte en un saco de recibir golpes y, aun peor, en un imán para atraerlos… mientras que sacar fuerzas de flaqueza, supone abrir, de par en par, una inmensa ventana para que pueda entrar el aire puro en el que viajan las nuevas oportunidades…

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Espero que os sea de utilidad y que, aunque sea tan solo un poco, os haya hecho ver Cuba por tierra y por mar...






Más fotos y algunas valoraciones en mi blog: https://izenkai.wordpress.com/2022/04/1 ... l-manglar/ . Donde también podréis adquirir mi libro para bucear con tiburones y no arrepentiros en el intento...



